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Idilio salvaje (7) - ZaunköniG - 11.09.2010 Idilio salvaje I En tus aras quemé mi último incienso y deshojé mis postrimeras rosas. Do se alzaban los templos de mis diosas ya sólo queda el arenal inmenso. Quise entrar en tu alma y ¡qué descenso que andar por entre ruinas y entre fosas! ¡A fuerza de pensar en tales cosas, me duele el pensamiento cuando pienso! ¡Pasó!... ¿Qué resta ya de tanto y tanto deliquio? En ti ni la moral dolencia ni el dejo impuro, ni el sabor del llanto. Y en mí, ¡qué hondo y tremendo cataclismo! ¡Qué sombra y que pavor en la conciencia, y qué horrible disgusto de mí mismo! II ¿Por qué a mi helada soledad viniste cubierta con el último celaje de un crepúsculo gris?... Mira el paisaje, árido y triste, inmensamente triste. Si vienes del dolor y en él nutriste tu corazón, bien vengas al salvaje desierto, donde apenas un miraje de lo que fue mi juventud existe. Mas si acaso no vienes de tan lejos y en tu alma aún del placer quedan los dejos, puedes tornar a tu revuelto mundo. Si no, ven a lavar tu ciprio manto en el mar amargísimo y profundo de un triste amor, o de un inmenso llanto. III Mira el paisaje: inmensidad abajo, inmensidad, inmensidad arriba; en el hondo perfil, la sierra altiva al pie minado por horrendo tajo. Bloques gigantes que arrancó de cuajo el terremoto, de la roca viva; y en aquella sabana pensativa y adusta, ni una senda, ni un atajo. Asoladora atmósfera candente, donde se incrustan las águilas serenas, como clavos que se hunden lentamente. Silencio, lobreguez, pavor tremendos que viene sólo a interrumpir apenas el galope triunfal de los berrendos. IV En la estepa maldita, bajo el peso de sibilante grisa que asesina, irgues tu talla escultural y fina, como un relieve en el confín impreso. El viento, entre los médanos opreso, cantan como una música divina, y finge, bajo la húmeda neblina, un infinito y solitario beso. Vibran en el crepúsculo tus ojos, un dardo negro de pasión y enojos que en mi carne y mi espíritu se clava; y, destacada contra el sol muriente, como un airón florando inmensamente, tu bruna cabellera de india brava. V La llanura amarguísima y salobre, enjuta cuenca de océano muerto y, en la gris lontananza, como puerto, el peñascal, desamparado y pobre. Unta la tarde en mi semblante yerto aterradora lobreguez, y sobre tu piel, posdata por el sol, el cobre y el sepia de las rocas del desierto. Y en el regazo donde sombra eterna, del peñascal bajo la enorme arruga, es para nuestro amor nido y caverna, las lianas de tu cuerpo retorcidas en el torso viril que te subyuga, con una gran palpitación de vidas. VI ¡Qué enferma y dolorida lontananza! ¡Qué inexorable y hosca la llanura! Flota en todo el paisaje tal pavura, como si fuera un campo de matanza. Y la sombra que avanza...avanza...avanza, parece con su trágica envoltura, el alma ingente, plena de amargura, de los que han de morir sin esperanza. Y allí estamos nosotros, oprimidos por la angustia de todas las pasiones bajo el peso de todos los olvidos. En un cielo de plomo el sol ya muerto; y en nuestros desgarrados corazones ¡el desierto, el desierto... y el desierto! VII ¡Es mi adiós!... Allá vas, bruna y austera, por las planicies que el bochorno escalda, al verberar tu ardiente cabellera como una maldición, sobre tu espalda. En mis desolaciones, ¿qué me espera?... -ya apenas veo tu arrastrante falda- una deshojazón de primavera y una eterna nostalgia de esmeralda. El terremoto humano ha destruido mi corazón y todo en él expira. ¡Mal hayan el recuerdo y el olvido! Aun te columbro, y ya olvidé tu frente; sólo. ¡ay! tu espalda miro, cual se mira lo que se huye y se aleja eternamente. |