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Normale Version: Idilio salvaje (7)
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Idilio salvaje



I


En tus aras quemé mi último incienso
y deshojé mis postrimeras rosas.
Do se alzaban los templos de mis diosas
ya sólo queda el arenal inmenso.


Quise entrar en tu alma y ¡qué descenso
que andar por entre ruinas y entre fosas!
¡A fuerza de pensar en tales cosas,
me duele el pensamiento cuando pienso!


¡Pasó!... ¿Qué resta ya de tanto y tanto
deliquio? En ti ni la moral dolencia
ni el dejo impuro, ni el sabor del llanto.


Y en mí, ¡qué hondo y tremendo cataclismo!
¡Qué sombra y que pavor en la conciencia,
y qué horrible disgusto de mí mismo!



II


¿Por qué a mi helada soledad viniste
cubierta con el último celaje
de un crepúsculo gris?... Mira el paisaje,
árido y triste, inmensamente triste.


Si vienes del dolor y en él nutriste
tu corazón, bien vengas al salvaje
desierto, donde apenas un miraje
de lo que fue mi juventud existe.


Mas si acaso no vienes de tan lejos
y en tu alma aún del placer quedan los dejos,
puedes tornar a tu revuelto mundo.


Si no, ven a lavar tu ciprio manto
en el mar amargísimo y profundo
de un triste amor, o de un inmenso llanto.



III


Mira el paisaje: inmensidad abajo,
inmensidad, inmensidad arriba;
en el hondo perfil, la sierra altiva
al pie minado por horrendo tajo.


Bloques gigantes que arrancó de cuajo
el terremoto, de la roca viva;
y en aquella sabana pensativa
y adusta, ni una senda, ni un atajo.


Asoladora atmósfera candente,
donde se incrustan las águilas serenas,
como clavos que se hunden lentamente.


Silencio, lobreguez, pavor tremendos
que viene sólo a interrumpir apenas
el galope triunfal de los berrendos.



IV


En la estepa maldita, bajo el peso
de sibilante grisa que asesina,
irgues tu talla escultural y fina,
como un relieve en el confín impreso.


El viento, entre los médanos opreso,
cantan como una música divina,
y finge, bajo la húmeda neblina,
un infinito y solitario beso.


Vibran en el crepúsculo tus ojos,
un dardo negro de pasión y enojos
que en mi carne y mi espíritu se clava;


y, destacada contra el sol muriente,
como un airón florando inmensamente,
tu bruna cabellera de india brava.



V


La llanura amarguísima y salobre,
enjuta cuenca de océano muerto
y, en la gris lontananza, como puerto,
el peñascal, desamparado y pobre.


Unta la tarde en mi semblante yerto
aterradora lobreguez, y sobre
tu piel, posdata por el sol, el cobre
y el sepia de las rocas del desierto.


Y en el regazo donde sombra eterna,
del peñascal bajo la enorme arruga,
es para nuestro amor nido y caverna,


las lianas de tu cuerpo retorcidas
en el torso viril que te subyuga,
con una gran palpitación de vidas.



VI


¡Qué enferma y dolorida lontananza!
¡Qué inexorable y hosca la llanura!
Flota en todo el paisaje tal pavura,
como si fuera un campo de matanza.


Y la sombra que avanza...avanza...avanza,
parece con su trágica envoltura,
el alma ingente, plena de amargura,
de los que han de morir sin esperanza.


Y allí estamos nosotros, oprimidos
por la angustia de todas las pasiones
bajo el peso de todos los olvidos.


En un cielo de plomo el sol ya muerto;
y en nuestros desgarrados corazones
¡el desierto, el desierto... y el desierto!



VII


¡Es mi adiós!... Allá vas, bruna y austera,
por las planicies que el bochorno escalda,
al verberar tu ardiente cabellera
como una maldición, sobre tu espalda.


En mis desolaciones, ¿qué me espera?...
-ya apenas veo tu arrastrante falda-
una deshojazón de primavera
y una eterna nostalgia de esmeralda.


El terremoto humano ha destruido
mi corazón y todo en él expira.
¡Mal hayan el recuerdo y el olvido!


Aun te columbro, y ya olvidé tu frente;
sólo. ¡ay! tu espalda miro, cual se mira
lo que se huye y se aleja eternamente.