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Normale Version: El único día del paraíso (13)
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El único día del paraíso



I


En la bóveda azul, antes sombría,
el fulgor de la gloria reverbera,
y es el mundo en su breve primavera
todo amor, todo paz, todo armonía.


¡Con qué infantil y extática alegría
alzan su vista a la insondable esfera
Eva y Adán, cuando por vez primera
abren los ojos a la luz del día!


Rinden al hombre, sazonado fruto
la tierra, el cielo su vital fluido,
música el bosque y obediencia el bruto.


Todos vienen a un signo de su dedo:
que, en brazos del dolor, aún no ha nacido
de las entrañas de la culpa el miedo.



II


Despliega el sol, que por Oriente asoma
con regia majestad, su intensa llama
y el calor de la vida desparrama
por la extendida vega y fértil loma.


Gustando, incautos, la madura poma
cuyo jugo sus picos embalsama,
juntos se posan en la misma rama
el halcón y la tímida paloma.


Por el llano, feraz sin que la reja
le desgarre inclemente, en paz bendita
pastan el lobo y la sufrida oveja.


Y en el Edén florido, que palpita
como un seno fecundo, se refleja
la calma de los cielos infinita.



III


Eva, que aspira en el jardín ameno
el húmedo frescor de la alborada,
ve su casta hermosura retratada
de manso arroyo en el cristal sereno.


Céfiro besa, de perfumes lleno,
su cabellera, como el sol, dorada,
que cae en leves ondas desatada
sobre el ebúrneo y delicado seno.


Quédase un punto atónita, indecisa,
quiere luego abrazar la imagen pura
que en la corriente trémula divisa,


y, al ver rota en el agua su figura,
lanza a los ecos su vibrante risa
perdiéndose a través de la espesura.



IV


La muda soledad del firmamento,
como un lago, tranquila y transparente,
el murmullo apacible de la fuente,
la rumorosa undulación del viento,


de la vida el perpetuo movimiento
que Adán, embelesado, admira y siente,
todo sume su espíritu inocente
en grave y religioso arrobamiento.


Con el llanto agolpándose a sus ojos,
sobrecogido ante grandeza tanta,
póstrase, en tierna adoración, de hinojos.


Y es, bajo el solio del espacio inmenso,
la primera oración que a Dios levanta,
pura cual nube de oloroso incienso.



V


Eva, por la serpiente seducida,
cede al funesto ardor que la devora
y vuelve a Adán, confusa y tentadora,
de su belleza virginal vestida.


Por gustar de la fruta apetecida
que despierta sus ansias en mal hora,
suplica humilde, apasionada llora
y en su inquietud febril de Dios se olvida.


Fuego devorador y repentino
de Adán enciende el contenido celo
y abre a su infausta rebelión camino.


Y cuando, en lucha con su propio anhelo,
sucumbe al dulce halago femenino,
va el sol llegando a la mitad del cielo.



VI


¡Cuán tremendo el estigma del pecado
sobre sus almas consternadas pesa
al ver pasar, como fugaz pavesa
barrida por el viento, el goce hurtado!


Núblase el cielo de repente, el pardo
se agosta, el canto de las aves cesa
y huyen gimiendo por la selva espesa
las fieras en tropel desordenado.


Como vagas imágenes de un sueño,
brillan y se deshacen de improviso
las dichas del Edén, antes risueño.


Y en la gran dispersión del Paraíso,
sólo queda a las plantas de su dueño,
aullando de terror, el can sumiso.



VII


«¡Gemid, gemid por vuestra infausta suerte,
-truena la voz de Dios desde la altura-
la paz del mundo en negra desventura
vuestra soberbia ingratitud convierte!


Tú, Adán, tú labrarás como más fuerte,
desde hoy la tierra, a tus esfuerzos dura,
y será siempre tu progenie impura
esclava del dolor y de la muerte.


Salid, hasta que en hora venidera,
el pie de una mujer inmaculada
la frente aplaste de la sierpe artera.»


Dijo, y blandiendo su fulmínea espada
el ángel del Señor, echólos fuera
del mustio Edén, y les cerró la entrada.



VIII


La tarde empieza a declinar. Con paso
medroso y torpe, la infeliz pareja
de aquel lugar de perdición se aleja,
dirigiendo su rumbo hacia el ocaso.


El tímido pudor ante el fracaso
de la ventura humana, huye y los deja,
y con rígida piel de blanca oveja
cubren su cuerpo macilento y laso.


Cada vez es más áspero el camino:
difusa franja de matices rojos
arrebola el celaje vespertino.


Avanzan, y al través de los abrojos
con susto ven, del animal dañino
que está en acecho, relucir los ojos.



IX


La rencorosa culpa que con ellos
marcha invisible, sus conciencias muerde
para que el bien pasado les recuerde
el dolor, y se ericen sus cabellos.


Ya la tierra, a los pálidos destellos
de amortiguada luz, sus galas pierde
y no muestran el monte, ni la verde
selva, ni el cielo azul tonos tan bellos.


La tristeza aumentando del paisaje,
oyen por donde van, lúgubre y queda
la voz de su delito que los nombra.


Y lejos, por los troncos y el follaje
de la intrincada y tétrica arboleda,
ven flotar los fantasmas de las sombras.



X


El sol, al trasponer la última cumbre,
su disco agranda y por instantes crece,
y está tan encendido, que parece
el rojizo horizonte, un mar de lumbre.


¡Oh Dios! Bajo su enorme pesadumbre
se precipita el sol. ¡Todo fenece!
Eva temblando grita y desfallece,
presa de su mortal incertidumbre.


¡Es el incendio, es el incendio!, -gime
desesperado Adán- ¡Tal vez la llama
que purifica el alma y la redime!


Y alzando al alto cielo que se inflama
la faz inquieta, en su terror sublime,
-¡Dios que ofendí, misericordia! -clama.



XI


Rendidos por la angustia y el espanto
caen en honda congoja, y mientras dura
su lánguido sopor, la noche oscura
cubre los cielos con su negro manto.


¡Ay!, al volver de su estupor, ¡con cuánto
afán, mezcla de asombro y de pavura,
clavan en las tinieblas de la altura
su mirada tenaz, que ciega el llanto!


Con el aura que calla el ruido expira.
Un astro sin calor, por el sombrío
y mudo espacio, amarillento gira.


Y, abrazándose a Adán, en su extravío,
Eva balbuce sollozando: -¡Mira!
¡Es el sol que se muere! ¡Siento frío!



XII


Y la celeste bóveda enlutada
es para su creciente desconcierto,
urna de un mundo desquiciado y muerto
que toca en los confines de la nada.


Llenos de horror, con la razón turbada
y el semblante de lágrimas cubierto,
por aquel vasto y lóbrego desierto
van a tientas siguiendo su jornada.


Su propio pensamiento los hostiga,
la sombra todos los caminos cierra,
y es mayor por momentos su fatiga.


Hasta que el susto embarga sus sentidos
y dan, como cadáveres, en tierra
por su medrosa ofuscación vencidos.



XIII


¡Oh claridad del alba, precursora
de un día inesperado! Tú viniste
a libertad a Adán de aquella triste
noche, con el pecado, abrumadora.


Despiértase la vida, el sol colora
la tierra, el ciclo de fulgor se viste,
y en jubiloso coro cuanto existe
canta el himno sublime de la aurora.


Desde que, envuelto en santa poesía,
un rayo matinal tenue y fecundo
calmó de nuestros padres la agonía,


para el mísero, el pobre, el moribundo,
en el primer destello de aquel día,
¡tú, Esperanza inmortal, bajaste al mundo!